Por Xulio Ríos
En la historia contemporánea de China, el año 1978 marca un punto de inflexión. Se cumplen ahora cuarenta años del inicio de la política de reforma y apertura que abrió un nuevo tiempo en el proceso iniciado en 1949, cuando Mao Zedong proclamó que China se había puesto en pie. El largo mandato del Gran Timonel estaría salpicado de graves errores y tensiones en una pugna interna constante entre quienes privilegiaban el cambio de la mentalidad frente a quienes primaban la transformación de la realidad material. El antagonismo entre la ideología y la economía a la hora de priorizar la acción política solo pudo resolverse adecuadamente tras su muerte en 1976. Fue entonces cuando Deng Xiaoping, el Pequeño Timonel, tuvo el atrevimiento y la originalidad de proponer la construcción del socialismo dando un rodeo por el capitalismo.
Deng Xiaoping, figura clave
Tras la muerte de Mao, Deng Xiaoping, secretario general del Partido Comunista de China (PCCh) en los años sesenta bajo la presidencia de Liu Shaoqi, necesitó dos años aún de “avance en medio de la perplejidad” para hacerse con el pleno control del aparato estatal y partidario, indispensable para dar carpetazo al maoísmo.
Deng, apodado por algunos como “el Corcho” porque siempre salía a flote de las pugnas intestinas, renacía de nuevo de las cenizas para retomar en los ochenta el curso de China donde le habían obligado a dejarlo a principios de los años sesenta, en la etapa conocida como de “restauración burocrática” que siguió al colapso del Gran Salto Adelante. El “impenitente seguidor del camino capitalista”, el que “rehúsa corregirse”, debió librar una dura contienda con la llamada Banda de los Cuatro, capitaneada por la viuda de Mao, Jiang Qing, hasta despejar el horizonte para dar rienda suelta a su obsesión: superar a marchas forzadas el atraso de la economía china abriendo paso a la liberalización, el mercado, la autonomía empresarial, los nuevos derechos sobre la tierra, la inversión exterior o la diversificación de propiedades.
Modernización y rehabilitación
Reunido en la segunda quincena de diciembre de 1978, el Comité Central del PCCh impuso un cambio de rumbo situando la modernización económica como principal prioridad. La decisión fue acompañada de una amplia rehabilitación de muchos dirigentes que habían sido injustamente represaliados en los años precedentes, algunos a título póstumo como el propio ex presidente Liu Shaoqi.
Aunque la economía, y sobre todo la agricultura, acaparó la mayor atención del reformismo en aquellos años, la rectificación de la línea ideológica supuso también una importante recuperación de la institucionalidad interna, propiciando una mayor libertad de expresión. En aquel entonces, militaban en el PCCh unos 36 millones de militantes y más de la mitad habían ingresado en sus filas tras el inicio de la Revolución Cultural. No conocían otra vida política que no fuera el estado de agitación permanente. La insistencia en el rechazo de la coerción no era un recurso retórico. De un día para otro, los omnipresentes anuncios de las obras de Mao fueron sustituidos por otros de objetos de uso cotidiano, asociando la reforma con la mejora del bienestar.
Tres claves destacadas
El significado histórico del proceso iniciado en China en 1978 trasciende el reformismo económico. En efecto, aunque este ha sido el prisma que nos ha permitido captar en el exterior la singularidad y amplitud de la transformación china de las últimas décadas, realmente, lo novedoso y rupturista del cambio alentado por Deng Xiaoping fue la apertura al exterior. En una sociedad que durante siglos vivió aislada del mundo y convencida de su superioridad civilizatoria, la decadencia experimentada a partir del siglo XIX supuso un duro revés. La apertura lanzada por Deng no solo quebraba la autarquía defendida por Mao sino que pondría punto final al aislamiento milenario del viejo Imperio del Centro. China nunca más podrá dar la espalda al mundo.
La ruptura con un pensamiento anquilosado y dogmático permitió emancipar la mente y abrir paso a una experimentación enriquecedora que con su gradualismo facilitó la conformación progresiva de un modelo a la postre híbrido y complejo como manifestación del nuevo tiempo. La expresión “un gato, blanco o negro, es bueno con tal que cace ratones”, popularizada por Deng ya a inicios de los años sesenta y ahora de nuevo recuperada, abundaba en un pragmatismo orientado a elevar la producción sin importar la etiqueta ideológica del método utilizado.
El tercer elemento a tener en cuenta es la reconciliación con la tradición. La modernización impulsada por Deng, a diferencia de los movimientos occidentalizadores de finales del siglo XIX y hasta del propio maoísmo, sentaba las bases de una revitalización que le reconciliaría con su propia cultura. El progresivo eclecticismo ideológico de que haría gala el PCCh permitiría en pocos años nuevas lecturas e interpretaciones de las grandes corrientes del pensamiento clásico chino, haciendo las paces incluso con el confucianismo, tan reaccionario a ojos de Mao.
Siendo reformista en tantos aspectos, en modo alguno cabe imaginar que Deng fuera un liberal en el sentido occidental. A su fino trazo se debe la invocación de los cuatro principios irrenunciables que insisten en perseverar en la orientación socialista de todo el proceso.
Las consecuencias del giro denguista a la vista están: un crecimiento económico exponencial, enormes alteraciones sociales, una nueva proyección en el mundo, y también desequilibrios y desigualdades quizá en mayor magnitud de las imaginadas, hoy en fase de corrección.
Deng en tiempos de Xi Jinping
El actual líder chino, Xi Jinping, comparte con Deng los grandes ejes del modelo económico. A Xi corresponde culminar su transformación para hacer de China el país grande y poderoso que ansiaba Deng. Esta compleja tarea le reserva un espacio singular en el Olimpo político chino. Pero Xi podría aspirar a más.
Xi se distancia de Deng al intentar transformar las bases de la estabilidad política china cuando aumenta el poder del Partido en todos los aspectos diluyendo el papel del Estado, al primar la lealtad acrítica sobre la competencia o el debate democrático, o cuando sustituye la tradicional modestia por un desmedido activismo internacional.
Xi aspira a sustituir el paradigma del crecimiento por el de la norma como fundamento de la legitimidad del PCCh pero, paradójicamente, pretende hacerlo cuestionando al mismo tiempo aquella institucionalidad denguista que proveyó de un liderazgo colectivo a modo de dique contra el gobierno de un solo hombre, un patrón de comportamiento que junto al resurgir de otras prácticas asociadas con el maoísmo erosiona el legado de Deng. Y es que Xi, núcleo de la quinta generación de líderes, no quiere ser su heredero, sino superarlo.
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