En poco más de dos años, Xi Jinping ha sobresaltado la política china. Tres son los principales pilares de su proyecto. En primer lugar, la economía. La moderación del crecimiento chino obedece solo parcialmente a las dificultades de la economía global. El agotamiento del modelo que permitió a China crecer durante décadas a una velocidad superior a los dos dígitos fue enunciado ya por su antecesor, Hu Jintao. Apostar por la calidad del crecimiento eliminando los excesos de capacidad, prestando atención a las dimensiones ambiental, social y tecnológica son requisitos indispensables para pasar del made in China al created by China y solo así Beijing puede aspirar a convertirse en un país desarrollado y avanzado. La sombra de un accidente económico, con muchos detonadores posibles en el horizonte, pretende disiparse manteniendo el ritmo de las reformas financieras e industriales en curso pero estas pueden ocasionar problemas sociales de cierto calado en algunas regiones del país. Lo que ocurra este año dará en buena medida el tono de su alcance y evidenciará en qué medida los cambios enunciados pueden surtir efecto.
En segundo lugar, la ideología. La campaña anti-corrupción es la punta de lanza de una estrategia que pretende renovar las bases de la legitimidad del PCCh. La higienización que vive el Partido ahonda en claves autóctonas. Esto excluye cualquier coqueteo con el liberalismo por más que enunciativamente se apueste por una reforma política que enaltezca la Constitución y entronice el Estado de derecho, la independencia judicial, etc. Por el contrario, cabe esperar un endurecimiento de todo tipo de controles respecto a cualquier posible desafío a su magisterio y la intensificación de la educación ideológica. El legismo-leninismo, simbiosis de la tradición cultural y partidaria, nutre un discurso que acentuará las cautelas en todos los ámbitos sensibles, ya hablemos del mundo laboral, universitario, intelectual, o en las filas del ejército, alargando la censura en Internet con el argumento de promover una cultura cibernética que proteja los “valores socialistas”. Han Feizi, otrora considerado el Maquiavelo chino, vuelve a estar de moda merced a las citas favorables de algunos líderes actuales, incluido Xi Jinping, quien ve en su doctrina valiosos recursos para reforzar las dosis de certeza y previsibilidad de la política china, uno de sus grandes hándicaps debido al considerable peso de la opacidad y la falta de democratización.
En tercer lugar, la diplomacia. La vecindad se ha convertido en la principal protagonista de la política exterior china, pero con una clara y firme voluntad de trascenderla. La revitalización del cinturón económico de la Ruta de la Seda y la Ruta de la Seda Marítima, iniciativas acompañadas de diversos corredores bilaterales y multilaterales, evidencian una estrategia que apunta, una vez más, a servirse de sus capacidades económicas y financieras para aumentar la influencia política y contrarrestar a hipotéticos competidores estratégicos. En paralelo, el compromiso con nuevas estructuras capaces de trascender los mal disimulados corsés impuestos a su emergencia por los países desarrollados trazan las bases de un revisionismo que, complementariamente, pretende eludir la confrontación. En dicho proceso, Beijing procura dar forma a una identidad y cartera de valores desoccidentalizadores del orden global, especialmente en el ámbito político y de seguridad, de complejo encaje. Las proyecciones en América Latina o África, pero también en Europa, especialmente en los PECO, refuerzan este impulso.
En este proceso, la seguridad no es un asunto menor. Las invectivas a las fuerzas armadas para mejorar sus capacidades parten del principio de que China afronta riesgos “sin precedentes e imprevisibles”. No se trata solo de las rivalidades con países vecinos como Japón, Filipinas o Vietnam en virtud de los litigios territoriales o de la desconfianza estratégica con EEUU sino de las tensiones étnico-religiosas que persisten y se agravan en Tibet o Xinjiang, dos exponentes claros, especialmente en este último caso, por las conexiones terroristas con Asia Central, Pakistán o las zonas tribales de su entorno. Las tensiones con los uigures se han saldado con casi mil muertos desde 2007. La protección de sus “intereses vitales” emerge como un tabú de difícil gestión.
¿Es solo el proyecto de Xi Jinping? No, sin duda, pero esta acelerada vuelta de tuerca al proceso chino le afirma como el catalizador de una década decisiva en el proceso de emergencia del gigante oriental. La oportunidad estratégica que le brinda esa combinación de crisis y turbulencias en el mundo desarrollado y la optimización de los logros cosechados en las últimas décadas es susceptible de aprovechamiento con un liderazgo fuerte y cercano en el que parece sentirse especialmente cómodo. Su popularidad en China así lo ratifica.
Las dos claves esenciales del proyecto de Xi Jinping son la modernización del país (el sueño chino) y la salvaguarda del liderazgo del PCCh. Su implementación se traducirá en una mayor influencia exterior y en la generación de lazos políticos y de seguridad mucho más estrechos, con una mayor presencia global que podría desatar nuevas tensiones si dichos avances obligan a profesar lealtades que vayan más allá del interés mutuo por el desarrollo. Internamente, la nueva semántica plasmará un enésimo intento de milagrosa supervivencia política.
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